Sahara

Entre el mar Rojo y el Atlántico, y entre la zona fértil de influencia mediterránea y el Sahel, se extienden más de ocho millones de kilómetros cuadrados del gran desierto africano. La escasez de agua, el viento, la arena y la diferencia de temperaturas entre el día y la noche han convertido el Sahara en un lugar de paisajes variados y gran belleza pero en el que la vida es extremadamente difícil. La vasta superficie arenosa no es uniforme y agrupaciones montañosas irrumpen en la monotonía de las dunas. Así, el Hoggar es un macizo granítico de origen volcánico y formas caprichosas, cuyas cumbres alcanzan gran altura; la escasa vegetación se concentra en los valles, en los cauces de los antiguos lechos fluviales, y los pozos, las fuentes y los pantanos proporcionan agua a hombres y ganado en función de las precipitaciones de la época de lluvias. El Tassili del Ajjer es una meseta, asimismo de origen volcánico, carente de vegetación, con agua ocasional en los lechos de los antiguos riachuelos y en las charcas que se forman en los huecos de las rocas. El Adrar de los Ifora es un macizo montañoso que sólo recibe algunas precipitaciones en su zona meridional, mientras que el Ayr está formado por antiguos cráteres y mesetas con pequeños caudales de agua y pozos de fácil acceso. Además de estos territorios elevados, y casi abrazándolos, se hallan la llanura del Tanezruft y el desierto del Teneré, donde la vida humana es casi imposible, pero que han servido para proteger a las tribus de pastores de los ataques procedentes del sur.

La sucesión cronológica de los episodios climáticos no está determinada con exactitud, aunque es sabido que, en el pasado, el manto verde que cubría el Sahara y diversas corrientes de agua permitieron los asentamientos humanos desde el paleolítico. Hacia el 7.500 a. J.C. se produce un proceso de neolitización durante el que aparece la primera cerámica. Probablemente, se trataba de pueblos que basaban su alimentación más en el pastoreo que en la agricultura, pues la vida plenamente sedentaria no está documentada en Egipto y Sudán hasta 3.000 años más tarde. El establecimiento de poblados permanentes facilitaría la aparición de grupos relacionados con territorios —etnias— y la diversificación de las poblaciones. En todas las montañas del Sahara —Adrar de los Ifora, Hoggar, Tassili, Ayr, Tibesti, Ennedi…— se encuentran conjuntos de grabados y pinturas rupestres descritos en el siglo XIX por Heinrich Barth. Aunque más tardías, las pinturas de los macizos centrales son de una calidad comparable a las mejores de las pintadas en las cuevas de España y Francia al final del paleolítico. Theodore Monod y Henri Lhote establecieron la cronología clásica de sus estilos basándose en la representación mayoritaria de un animal —búfalo, buey, caballo y camello— aunque, en estudios más recientes, Alfred Muzzolini atribuye sus diferencias a estilos locales y propone una secuencia temporal diferente. Las figuras humanas también abundan: personajes masculinos y femeninos en relación con el ganado, otros aislados y algunos portando máscaras. La interpretación de esas escenas es aún objeto de discusión, pero el testimonio de los nativos consultados explica los acontecimientos representados en relación con prácticas y ritos de su propia cultura que aún se realizan en la actualidad.

Touareg

Dos largas horas permaneció bajo la lluvia, feliz y tiritando, luchando consigo mismo por no volver grupas y regresar a casa, a aprovechar el agua, plantar cebada, esperar la cosecha y disfrutar junto a los suyos de aquel don maravilloso que Alá había querido enviarle quizá como un aviso de que debía quedarse allí, en lo que era su mundo, y olvidar una afrenta que ni todo el agua de aquella inmensa nube podría lavar.Pero Gacel era un targuí; quizá, por desgracia, el último de los auténticos tuareg de la llanura, y tenía por ello plena conciencia de que jamás olvidaría que un hombre indefenso había sido asesinado bajo su techo, y otro, su huésped, le había sido arrebatado por la fuerza.Por eso, cuando la nube se alejó hacia el Sur y el sol de la tarde secó su cuerpo y sus ropas, se vistió de nuevo, ensilló su montura, y reemprendió el camino dando por primera vez la espalda al agua y a la lluvia; a la vida y a la esperanza; a algo que tan sólo una semana atrás, sólo dos días, hubiera colmado de gozo su corazón y el de los suyos.
Fragmento del libro de Alberto Vázquez-Figueroa, TUAREG.